Un hotel único

«Tienes que parar». Llevaba tiempo dando vueltas a las palabras de mi médico. La verdad es que tenía razón, el ritmo frenético de mi vida estaba empezando a pasarme factura. Así que decidí tomarme un respiro. A mi manera, claro. Cogí el coche y salí sin rumbo fijo, hasta que vi aquel hotel en medio de la nada. Me pareció la solución perfecta. Tenía pinta de ser una de esas urbanizaciones que habían nacido al calor de la burbuja inmobiliaria. De aquello hacía más de una década, y ahora daba la sensación de ser un pueblo fantasma. Nadie en su sano juicio hubiera elegido ese lugar como destino para sus vacaciones, pero precisamente por eso era ideal para mí. Nada de niños gritones que me amenizaran la cena ni fiestas de jubilados con pasodobles hasta la madrugada. Bien. Eso es lo que quería y aquí estaba, por fin.

«Se necesita personal para temporada de verano», rezaba un cartel en la recepción. «Salta a la vista», me dije, «¿Nadie atiende el check in?». Me giré buscando a alguien que pudiera ayudarme. De pronto me sobresaltó una voz a mi espalda, que me daba las buenas tardes, solícita. Una empleada sonriente parecía haberse materializado de la nada, como si hubiera oído mis pensamientos. Debía haber llegado en ese momento, pero no la oí aparecer. Era una mujer peculiar. Una de esas personas que llaman la atención. Me recordaba a alguien, pero en ese momento no supe decir a quién.

Cogí mi mochila y me dirigí a la 413. Todo parecía tranquilo. «Por no haber, no hay ni clientes», pensé con sorna. Un segundo después se me heló la sonrisa. Las lámparas crepitaron y la oscuridad lo cubrió todo sin dejar espacio ni para las luces de emergencia. Llevé la mano al bolsillo, buscando el móvil. «¡Mierda!». Maldecí mi mala costumbre de llevar la batería al límite. Se apagó solo pulsar el botón. Mi mente trataba de buscar una salida. Puede que esto acabe con mi reputación, pero debo admitirlo: tenía miedo y eso me impedía pensar con claridad. Era tal la tensión que, al notar una presencia a mi lado, se me escapó un grito de terror. Al encenderse las luces y ver a la misma empleada sonriente de antes, aparecida de golpe, no pude dejar de sentirme como la criatura más infame y cobarde que puebla la Tierra. Horas después, cuando estaba a punto de quedarme dormido, ese recuerdo estuvo a punto de desvelarme: ¿De dónde había salido esa mujer? Estaba sentada en recepción y de repente estaba arriba. ¿Me había seguido? ¿No sería más lógico que se hubiera ofrecido a acompañarme? «En fin, paranoias mías», me dije, «mejor no darle más vueltas».

Las pesadillas agitaron mi sueño durante toda la noche, por lo que me levanté cansado, sudoroso y algo trastornado. «Un café podrá ayudarme a poner la cabeza en su sitio», pensé sin acabar de creerlo. Solamente el ruido de mis pasos y mis negros pensamientos me acompañaron hasta la cafetería. Allí, otra vez la empleada sonriente me sirvió el café más denso del mundo; parecía fabricado con la materia de la que están compuestos los agujeros negros. Volví a verla una vez más al salir a la terraza de la azotea; me crucé con ella de nuevo al bajar por las escaleras del tercer piso. El colmo fue cuando un momento después volví a mi habitación y la encontré haciéndome la cama. «Caray», pensé, «es más rápida que un fórmula uno». Se quedó mirándome, con gesto interrogante. Pregunté por el ascensor, y su repuesta me chocó más aún:

―No tenemos ascensor en el hotel.

Pasé el resto de la mañana postrado en mi cama tratando de entender cómo era posible que me encontrara a aquella mujer en todas partes. ¿Estaba viendo visiones? Era una locura. El estrés y la medicación volvían a jugar con mi cabeza, no había otra explicación. Seguro que un poco de aire fresco me vendría bien, por eso me dispuse a ir a la calle.

Ya casi ni me sorprendió verla con el aspirador en el pasillo de mi planta. Segundos después subía un juego de sábanas limpias por las escaleras del primero al segundo, regaba las plantas del salón e intentaba abrir la puerta de la calle echando aceite en las bisagras. Otras cinco veces apareció ante mí en menos de diez minutos: cambiando bombillas en una lámpara de recepción, empujando un carrito lleno de toallas, tomando una copa en la barra de la cafetería y acariciando la mano acarameladamente a su doble exacta mientras compartían risas y besos.

Por fin había terminado de perder la poca cordura que me quedaba. Huir de allí era imposible, pues la empleada sonriente y otro de sus clones guardaban la puerta principal para evitar posibles simpas. Subí al único lugar donde podría esconderme de aquel sinsentido: cerré mi habitación por dentro con dos vueltas de llave, y durante un rato me sentí a salvo. Hasta que noté que las cuatro paredes de mi refugio se me quedaban pequeñas. Aquel profundo silencio y la incertidumbre de lo que me esperaba fuera hicieron que renaciera en mi la claustrofobia hace años olvidada. Sudaba y temblaba sin poder remediarlo. «Agua», pensé, «una ducha de agua fría». Entré al lavabo dispuesto a darme el baño más largo de todos los tiempos cuando algo se movió a mi izquierda. Mi corazón latía con fuerza, pronto sufriría un ataque si no conseguía tranquilizarme. Hice acopio de todas mis fuerzas y decidí volverme a la izquierda y enfrentarme a quien quiera que se hubiera colado allí. «¡Es el espejo!», casi grito eufórico, «Ha reflejado mi imagen cuando pasaba frente a él». Me acerqué y me puse delante, sólo para cerciorarme. Allí estaba la copia simétrica del cuarto de baño y, en el centro de la imagen, la empleada sonriente imitando todos mis movimientos.

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